Me miré los nudillos otra vez. La sangre afloraba a vertiginosa velocidad. De repente, lo que más me temía comenzó, según la rutina. El interminable tormento en mi cabeza. Porque aquéllo, definitivamente no era dolor. Era una tormenta. Un atropello. Un naufragio.
Mis piernas hicieron un intento de fallar. "No esta vez", pensé. Me aferré a la primera barra que vi buscando algo de estabilidad. Estabilidad. Qué palabra más fea. Qué palabra tan odiosa. Y cómo la necesitaba yo.
Una vez sentado el ataque frenó de golpe. Me sentí de nuevo.
Una niña pequeña me miraba desde el asiento de frente con rostro de sorpresa. Al coincidir miradas, me sonrió. Por acto reflejo se lo devolví, quizá durante un tiempo excesivamente breve.
Al salir del metro sentí el color volver a mi piel poco a poco. No sabía si contarle a ella todo lo del ataque o simplemente hacer como que todo había ido bien. Al final me decanté por mentir, como siempre. Pronto podría dejar de ir a aquellas estúpidas consultas. No necesitaba a nadie cobrando ochenta la hora para decirme que, simplemente, tenía ansiedad.
Precioso lo que escribes. Me encanta, por algo te he nominado a los premios Liebster Awards, si quieres enterarte de que va pásate por mi blog. Un abrazo:)
ResponderEliminar"No necesitaba a nadie cobrando ochenta la hora para decirme que, simplemente, tenía ansiedad."
ResponderEliminarje, amén.